Las personas que padecen mayores niveles de estrés tienen un riesgo superior de desarrollar una enfermedad cardiovascular y, por tanto, de sufrir un infarto de miocardio o un ictus.

Esta afirmación se explica básicamente por un aumento de la actividad del sistema inmunitario –o lo que es lo mismo, de la inflamación–, lo que acaba provocando la lesión de los vasos sanguíneos.

Investigadores del Hospital General de Massachusetts en Boston (EE.UU.) y de la Facultad de Medicina Icahn del Mount Sinai en Nueva York (EE.UU.) explican en la revista «The Lancet», que, en respuesta al estrés, la amígdala –esto es, la región cerebral responsable del procesamiento de las reacciones emocionales– aumenta su actividad metabólica y desencadena una respuesta inmunitaria exacerbada, lo que en último término incrementa la probabilidad de padecer un episodio cardiovascular.

Como explica Ahmed Tawakol, director de la investigación, «si bien ya hace tiempo se estableció una relación entre el estrés y las enfermedades cardiovasculares, aún no hemos identificado el mecanismo por el que se incrementa este riesgo. Los estudios con modelos animales han mostrado que el estrés activa la médula ósea para que produzca más glóbulos blancos, lo que conlleva la inflamación de las arterias, y nuestro trabajo sugiere que existe una vía muy similar en los humanos. Es más; nuestro estudio identifica, por primera vez en modelos animales o seres humanos, la región cerebral que conecta el estrés con el riesgo de padecer un infarto o un ictus».

Los investigadores del Hospital General de Massachusetts analizaron los historiales médicos de cerca de 300 adultos que se habían sometido a pruebas de imagen para la detección de procesos oncológicos Y de acuerdo con los resultados, ninguno de los participantes padecía cáncer o enfermedad cardiovascular establecida en el momento de la realización, así como tampoco durante el periodo de seguimiento –entre dos y cinco años– tras las pruebas.

Sin embargo, hasta 22 de los participantes padecieron un episodio cardiovascular –un infarto, un ictus o una angina de pecho– durante los 2-5 años de seguimiento. Así, los autores analizaron los resultados de las pruebas de imagen de estos pacientes, observando una elevación de la actividad en la amígdala. De hecho, y según los resultados, el nivel de actividad previa de la amígdala permite establecer el riesgo que tiene un paciente de padecer un episodio cardiovascular, muy especialmente un infarto o un ictus.

En definitiva, parece que el estrés conlleva una elevación de la actividad de la amígdala cerebral, lo que a su vez da lugar a un incremento de la producción de glóbulos blancos y, por tanto, de la inflamación en los vasos sanguíneos. Una relación que, en último término, explica por qué el estrés aumenta la probabilidad de acabar sufriendo un infarto o un ictus.

Sería razonable aconsejar a las personas con un elevado riesgo cardiovascular que consideraran la adopción de estrategias para reducir el estrés en aquellos casos en los que sientan que se encuentran sometidos a un alto grado de estrés psicológico.

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